El zar encamado con una bailarina. Hilaridad en el Kremlin con el cuerpo de Stalin todavía presente. Son dos escenas con las que los siglos XIX y XX han vuelto a Rusia en forma de escándalo mientras la ciudadanía intentaba recordar su revolución en paz. La película rusa Matilda, que trata sobre la relación prematrimonial entre Nicolás II y una famosa bailarina, ha sido blanco de ataques de políticos y grupos ortodoxos radicales. Tanto, que su estreno oficial en el teatro Marinski de San Petersburgo se ha producido en medio de un fuerte dispositivo de seguridad. La elección del escenario no era casual: precisamente el Marinski catapultó a la fama a la protagonista de la cinta, Matilda Kshesinskaya, que a finales del siglo XIX tuvo su apasionada relación con quien pasaría luego a la historia como él último zar.
La película, que contiene secuencias de contenido ligeramente erótico entre el joven heredero y su amante de origen polaco, narra esos atribulados años del joven Romanov hasta su matrimonio con la princesa Alix de Hesse (Alejandra Fiodorovna para los rusos) en 1894 y su coronación dos años después. En el aire que respiran los personajes se percibe ya un aroma de fin de época del cual no son conscientes.
Este mes se cumple un siglo de la Revolución bolchevique, un terremoto que implantó una dictadura del proletariado en un país que hoy es alérgico a temblores de toda clase. El Kremlin ha descartado organizar cualquier tipo de celebración: las agitaciones callejeras de los últimos años desaconsejan reivindicar una revuelta como la de 1917, cuyos paladines arrinconaron a la Iglesia Ortodoxa, hoy uno de los principales apoyos del presidente Vladimir Putin. Ante la ausencia de ceremonias oficiales el debate se ha trasladado a la calle, y los cines están siendo una trinchera improvisada, con unos índices de agresividad dignos de aquella agitación roja de hace 100 años que hoy se intenta olvidar. Películas como Matilda o también La muerte de Stalin – la comedia de Armando Iannucci a partir de las alegrías y miedos que provocó el fallecimiento del líder soviético- han puesto en pie de guerra a los sectores más conservadores de la sociedad rusa.
El Ministerio de Cultura ruso ha barajado incluso prohibir esta sátira europea sobre Stalin y ha calificado la obra de «repugnante» y algunos medios próximos al gobierno han pedido que jamás sea proyectada en Rusia.
Pero la parte más violenta de este jarabe ultraconservador se la ha llevado Matilda. Grupos ultraortodoxos como el llamado Estado Cristiano-Santa Rusia, (cuyo líder ha sido detenido) amenazaron con quemar salas de cine y propagaron falsas amenazas de bomba en centros comerciales. Otros quemaron el coche del abogado del director y repartieron panfletos en los que ponía «arderás por Matilda». En Ekaterimburgo -la ciudad donde la familia real fue fusilada- planeaban empotrar un camión cargado con bombonas contra la entrada principal del cine por lucir un cartel de la película.
El estreno de la semana pasada quedó deslucido por las ausencias de las estrellas: faltó incluso el alemán Lars Eidinger, que interpreta a Nicolás Romanov, que decidió no acudir por miedo a un atentado. La polaca Michalina Olszanska, que hace de Matilda, también se quedó en casa. De la misma manera, otros actores adujeron miedo para no aparecer por el estreno.
Tanto la Iglesia Ortodoxa como la Casa Imperial rusa consideran una «blasfemia» hablar con ligereza sobre ciertos aspectos de la vida de Nicolás II, santificado en el año 2000. Ante tanta presión, algunas importantes distribuidoras han decidido no proyectar Matilda. Hasta el Kremlin tuvo que salir en defensa del director, Aleksey Uchitel, tras los ataques de algunos diputados como la exfiscal de Crimea Natalia Poklonskaya, que sin haber visto la película asevera que ofende los sentimientos religiosos de los creyentes. Bajo el chaparrón radical, Uchitel ha celebrado el estreno de su obra, que tiene subvención estatal, como una «victoria del sentido común».
Todas estas trifulcas a costa del cine han empañado la recta final de lo que iba a ser un año para que cada ruso recordase la revolución a su manera. En la base electoral de Putin se mezclan los que lloran por el zarismo perdido con los que ensalzan a los revolucionarios que arrollaron al sistema monárquico. Como recuerda la historiadora Anastasia Edel, la Iglesia ortodoxa «sigue al lado de Putin» en el rechazo a la debilidad de Nicolás II al abdicar ante las adversidades. Pero después el comunismo instauró un ateísmo oficial, algo que tampoco interesa a los conservadores. El resultado es un cortocircuito en la memoria histórica de un país unido en torno a su grandeza pero dividido respecto a cómo se llegó hasta ahí. Los rusos, igual que hace 100 años, asisten al desbarajuste: pero esta vez desde su butaca.
Fuente: elmundo.es
Por XAVIER COLÁS – Moscú